Matamos
a María Mercedes Carranza, no fui yo, ni
mi padre, ni mi vecino; tampoco los hombres donde se quiebra su nombre. No hubo
telón político, balas en motocicletas o tentáculos de fuego en las calles. No
hubo trueque de dagas por monedas. Nadie guió las pastillas a su boca.
Los
periódicos la acusaron de inutilidad emocional y nos regalaron goles para
favorecer la amnesia.
Nadie
honró a la selva o los camuflados rasgando su útero, pero tejimos las grandes
fortificaciones con puertas al exilio. Le
dimos una patria inválida, el libre paso a la muerte. La tristeza de la
fertilidad en una guerra.
He
roto los espejos de la casa, salgo a la calle, me retiro las gafas
para no
distinguir los asesinos.