Ya no voy a ver al viejo.
Desde que está en la ciudad me cuesta mirarlo. Todos creemos que necesita
descanso, pero no podemos hacer más que esperar. Ya lleva aquí más de cinco
años y lo único que extraña es su tierra.
Ahora que el viejo parece
decaído mamá habla más de él. Me dice que nació en Cundinamarca y que era el
mayor de los hijos, por eso tuvo que empezar a cultivar la tierra. Era costumbre
que los mayores empezarán a trabajar a edad temprana y que a esa misma velocidad
formalizaran relaciones. A pesar de esa corta infancia el campo tiene un ritmo
lento, y tuvo que esperar, al menos, un par de años para que el cultivo
floreciera. Las familias de antes no eran el ideal que él nos enseñó y cuando
las matas de café estuvieron cargadas, al viejo, que era joven en ese momento,
lo echaron junto con su esposa.
No sé muy bien si se quedaron en
Cundinamarca o si fue cuando el viejo empezó a emigrar al Tolima. El hecho es
que la buena manera de vivir en ese tiempo era trabajando, así que alquiló una
finca para cultivar y con eso pagaba las cuentas. Creo que en ese entonces no
tuvo hijos. Él vivió en lo que llamamos el tiempo de la violencia. Para esa
época la lucha era entre liberales y conservadores, y el compromiso político
iba desde puñetazos en un bar hasta asaltos armados. Nadie sabe bien que
sucedió, es una historia muy dura para preguntársela a un viejo que espera la
muerte, lo único que se puede hacer es escucharlo y esperar que algo de
información se le escape. El no llora y creo que eso hace todo más difícil. El
caso es que tuvo que correr. Una vez él me dijo que había sido de noche cuando
lo buscaron los conservadores para matarlo. Hace poco mamá me contó que el
mismo tuvo que enterrar a su esposa, supongo que desde ahí empezó a caminar con
un pie en la tumba.
Tuve la fortuna de ver una
foto del viejo en sus mejores años, era bastante apuesto y supongo que por eso
no le costó mucho iniciar de nuevo una relación. Además, en el campo era mal
visto que un hombre anduviera solo y las fincas no prosperan sin una mujer que
atendiera la casa. Creo que no importa la época, una buena mujer no solo abre
el amor, sino también el progreso. Pero al viejo le falló la percepción y abrió
el amor donde no debía. Tuvo un hijo. Mamá me cuenta que la chica le fue
infiel, que le robaba el dinero para su traición. Algunos dicen que la
confronto, otros que la echó de la casa, y otros que él se fue y la abandonó.
Solo sé que se quedó con niño y que la siguió amando. Mi abuela siempre estuvo
celosa de ella, nunca le pudo llenar el corazón como lo hizo esa mujer. Mis
tías dicen que lo vieron llorar cuando se enteró de la muerte de la infiel.
Nunca se habló, o por lo menos
no a nosotros, los nietos, de cómo el viejo se conoció con mi abuela. Siempre
supuse que fue casi un matrimonio por conveniencia, como dije, una buena mujer
es progreso. Él venía con un hijo y ella con dos niñas, era un buen trato.
Ahora pienso que mi abuela aspiró a un amor que nunca le pudieron ofrecer, y
eso le amargo el corazón, aunque nadie lo quiera admitir. Lo que puedo asegurar
es que desde que tengo memoria, siempre durmieron en camas separadas. Tuvieron
nueve hijos y todos fueron sustentados con el café. Mamá recuerda que todas las
habitaciones, incluso donde las niñas dormían, eran invadidas por sacos de café
apilados hasta el techo. Había veinte mulas y todas salían una vez a la semana
con carga para vender. Había más de cuarenta trabajadores y el suficiente
dinero para comprar una casa en la ciudad y pagar la universidad a los hijos
que quisieran estudiar. Yo recuerdo al viejo desde que él tenía más o menos
unos setenta años. Yo cinco. Siempre visitábamos la finca una vez al año, a
veces dos. Nunca dejó de trabajar un día, solo cuando cumplió los noventa, que
mis tíos decidieron traerlo para la ciudad por miedo a que se resbalara y
muriera en la loma.
Cuando llego a la ciudad el
viejo ya usaba bastón. Era extraño verlo sin su machete en la cintura. Se
sentía incómodo sin ir a cuidar su finca y lo único que hacía era mirar las
noticias en el televisor. Uno podía hablar con él y parecía más lúcido que los
adultos a su alrededor. Hablaba con cierta tranquilidad sobre las nuevas cosas
que sucedían en el mundo. Un día algunos tíos veían el fútbol por la
televisión. Todos se quejaban de los jugadores de cabello largo y el viejo, sin
ningún asomo de espanto, replicó, así lo usan los hombres ahora. Todos se
quedaron callados. No creo que él compartirá el gusto por el cabello largo,
pero él sabía que había cosas más crueles. Para todos era difícil hablar con
él, nunca hablaba de cosas triviales. Se quejaba constantemente de sus rodillas
y tenía una necesidad de mencionar la muerte. A nadie le gusta escucharlo
hablar así. A veces preguntaba a mis tíos el por qué lo habían traído a la
ciudad. Siempre le respondían lo mismo, por salud. Pero él se sentía enfermo.
Todos buscaban medicina para aliviarle las rodillas. Creo que nadie entendió
que sus dolores los había aliviado con tierra. Con los días se fue quedando
sentado frente al televisor, con los ojos incrustados en las noticias. Como si
le hubieran silenciado.
Me fui cuando mi mamá
amablemente me lo pidió. De a poco deje de visitar la casa. Eso me daba un poco
de ignorancia y a la vez alivio. Las cosas son más sencillas cuando son
contadas con un tono de “ya sucedió”. Creo que el gran problema de él era ese,
su memoria era un constante ahora. Un día intento ahorcar los recuerdos en un
sueño y quedo con la garganta desecha, no pudo hablar por varios días. El
cuerpo ya no le respondía. Empezó a quedarse acostado en la cama. La espalda se
le empezó a abrir como una guayaba madura contra el piso. Quizás fue la tierna
labor de mis primos y tías lo que no dejó que se le agusanaran las heridas.
Mamá me dice que siempre le pide un remedio que lo alivie. El viejo tiene el
mismo ritmo lento del campo y le tarda mucho en florecer la muerte. Él se ha
enraizado a la cama; pero la ciudad no tiene la suficiente tierra para ahogarle
la memoria.
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