domingo, 5 de julio de 2020

El eterno resplandor del eros


¿Cuán feliz es la suerte de la inocente vestal?

Al mundo olvida y el mundo la olvida

Eterno resplandor de una mente sin recuerdos

Acepta todas las plegarias

Y renuncia a todos los deseos

(Alexander Pope)

 

 

Cuando en “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” Mary, al recuperar sus recuerdos, regresa a robar los archivos para revelar el secreto de los pacientes del doctor Howard Mierzwiak es interrumpida por Stan.

 

—Supongo que no regresaras. De ser tú, no regresaría.

—¿Jura que no lo sabías?

—Lo juro

—¿Tú no me borraste la memoria?

—Claro que no. Dios no.

—¿Nunca sospechaste de nuestra relación? (habla del Dr. Howard)

—Una vez, quizá. Regresaba de un trabajo y estabas en su auto. Los vi hablando. Te salude con la mano (a la distancia) y reíste.

—¿Cómo lucia?

—Lucias feliz. Feliz con un secreto.

 

En la película la posibilidad de alejar el dolor del amor termina irónicamente alejando la felicidad. Esta es una dualidad que a la sociedad presente le cuesta digerir y entender. Nuestra sociedad dedicada al narcisismo y la autosatisfacción carece de la capacidad de entender el amor. Byung Chul Han lo expresa mejor al decir que en el infierno de lo igual se rechaza al otro al no poder subyugarlo a nuestro deseo. Mientras otras generaciones resolvían el amor pese a su herida, la nuestra prefiere negarlo. No hay tiempo para sufrir, porque el único dolor aceptable es el dolor productivo, el dolor del éxito, y cualquier otro dolor es una enfermedad que debe ser curada, por no decir que extirpada. Pese a esta fobia al amor de nuestro tiempo, entender y hablar de él sigue dimensionando nuestra realidad. 

 

Es curioso ver círculos culturales con la constante queja de fenómenos como el reggaetón, el cual creemos que no merece un mínimo de análisis por su simple composición y su falta de contenido. Una música que se pensó que no duraría más de dos éxitos y se extinguiría. Sin embargo, ya van 20 años y se introduce en diversas culturas. Y quizás no podríamos decir nada de este género si se quedara en las discotecas y las fiestas, si fuese la música de diversión. Pero no lo es. Es la música que representa una serie de valores y formas de entender las relaciones. El reggaetón es un ejemplo de la agonía del eros: La necesidad constante de verse felices, la objetivación del cuerpo, el ser implacables con todo aquel que no sea parte de la sociedad de rendimiento, el abandono del amor por la masturbación colectiva. Y no es que este género musical hile estas ideas, sino que como todo producto comercial representan las ideas masificadas. Ya no existe un don Juan doblegado por la belleza femenina, sino el contador Juan hablándonos de las monedas de cambio y el número de cuerpos en las bodegas del placer. Aun así, pese a esa posición de magnate de Wall Street, seguimos sufriendo como Clementine Kruczynski ante el amor.

 

El amor se desarrolla en la interlocución del otro, pero nuestra sociedad no permite esa interacción, nadie quiere perder tiempo en un amor si no se puede asegurar que es un amor exitoso.

Nos hemos abandonado dolorosamente a la soledad,

sintiendo la necesidad del amor por debajo de las uñas

(Gioconda Belli)

Es así como, pese a todas las supuestas aceptaciones de ideales y posiciones multiculturales, el amor sigue siendo la misma propuesta “los declaro marido y mujer hasta que la muerte los separe”, el amor siempre medible por la sociedad: Todo aquello que no se quede en mi perpetua vida es un desperdicio. Y aunque aceptamos perder con otro el tiempo, lo hacemos con desazón. El amigo o amiga con quien te encamas porque no había más y el cuerpo pide, “mientras aparece el indicado disfruta con el equivocado”. Porque es la única manera en que subyugamos al otro en el narcisismo. Mientras pasa el tiempo y el idealismo del amor no se cumple vamos viendo la herida abierta, autoculpándonos por el fracaso. Terminamos dedicados a las curas de chamanes emocionales que nos terminan enfrascando aún más en el narcisismo: el problema es que no te quieres a ti mismo, dedícate a ti.

 

Es difícil explicar las dualidades, como en uno mismo existe los opuestos. Como en el conocer al otro nos conocemos a sí mismos, como al desconocer al otro nos desconocemos a nosotros mismos. Estamos compuestos de la interacción del mundo interno y externo. La depresión moderna no es más que el vacío interno, un vacío sobrecargado. En psicología una de las primeras cosas que se hacen al detectar un sujeto depresivo es intentar fortalecer sus redes de apoyo. Quizás este acto de protección puede revelarnos mucho sobre el amor. Cuando se rompe un vínculo, cuando el otro no se subyuga a nuestro deseo, el sujeto depresivo de rendimiento se ensimisma, porque la responsabilidad cae en sí mismo y no en la interacción. No es un camino bidireccional. Sin embargo, el amor es un camino que va hacia otros, la otredad ayuda a curar el autoflagelo.

 

Volviendo a la película, cuando Joel y Clementine borran sus memorias entran a un vacío existencial. No sufren por la ausencia del otro sino por la pérdida de sí mismos. No han perdido al otro, no lo conocen. Sus vidas carecen de sentido en tanto no hay nada que los conecte a la pulsión erótica, son ellos mismos resolviendo sus vidas, sin la expansión del otro. Cuando se reencuentran se sienten abrumados por una serie de desprecios el uno por el otro, que desconocían. Pero sus voces son la aseveración de que existió un terrible momento de su historia. A pesar de la evidencia empírica del sufrimiento deciden quedarse juntos, deciden la otredad.

 

Es difícil entender lo erótico en un mundo reduccionista. Cuando se confunde la elección de la otredad con la aceptación del maltrato. Mientras que la otredad nos hace sufrir en la incapacidad de la subyugación del otro, el maltrato es la aceptación de la violencia ya sea por temor de la perdida de la vida o ante el narcisismo de no aceptar el fracaso. Sin embargo, mientras que el sufrimiento de la otredad se puede resolver en la ternura, el narcisismo, que en la inmediatez parece resolvernos el dolor, termina prolongando el sufrimiento. El sujeto “empoderado” termina tendido en su propia tiranía.

 

 A diferencia de la genitalidad el erotismo es un juego de tomar y soltar. Nos abandonamos y nos empoderamos. En el erotismo abrimos la fragilidad. Mientras en la genitalidad fingimos un trueque de placer, en el erotismo caminamos en la incertidumbre. La sociedad del siglo XXI es una sociedad genital, se engaña queriendo evitar el sufrimiento del amor. Es una sociedad que busca el estado de control, y ya que en los terrenos del placer lo único que podemos controlar es nuestro impulso genital nos quedamos reducidos. La genitalidad podemos evaluarla productivamente, desde la frecuencia del coito hasta un mercado expansivo de los impulsos sexuales (como los sex shop). Sin embargo, el amor, pese al márquetin, no es un producto vendible. Tenemos mercados de suvenires que simulan nuestro amor, pero no hay un mercado que pueda vender amor. Existen sitios de citas que facilitan el encuentro de dos sujetos en busca de amor, pero el amor como producto no existe. Por ello la idea de enamorarnos o expresar amor termina siendo cada vez más condenada por la sociedad. “El que se enamora pierde” dicen popularmente, ejemplo claro de cómo queremos convertir la emocionalidad en un balance contable.

 

Quizás lo más grave del asunto es que perder el amor es algo involutivo, es regresar a un estado animalizado. Para Octavio Paz el amor es la elevación humana sobre el estado animal. En su libro La llama doble explica como pasamos de lo pánico al erotismo y por último al amor. Algo expresado de una manera más breve por Darío Jaramillo Agudelo:

Sé que el amor

no existe

y sé también

que te amo.

 

Los vínculos primarios de los animales no son amor, son la forma de relación para moverse en su entorno como parte de un todo natural, un ecosistema. Por eso el amor no existe. Pero el amor, como creación humana, es un proceso transformativo de la realidad. Quizás el amor es lo único que nos diferencia como especie, lo único que nos humaniza. Creo que debo corregir esta última línea: el amor es el máximo ejemplo de la simbolización del hombre, al simbolizar creamos, al crear transformamos, sin esta máxima nos vemos reducidos en tanto nuestra simbolización se simplifica y al simplificar no creamos. El amor es el estado contemplativo del ser ante la realidad natural, y en la quietud de la contemplación se genera el movimiento simbólico que permitirá la transformación. El amor, la dualidad de la quietud y el movimiento.

 

Basándonos en Octavio Paz podríamos asumir que el hombre del siglo XXI, está en un punto limítrofe entre lo pánico y lo erótico. Que quizás lo único que lo mantiene en esa línea es la supresión de la fecundidad, pero incluso eso es una línea demasiado delgada, y a veces el hombre sucumbe a su instinto de procreador. La sociedad genital se ha centrado en un impulso acelerado que le impide la expansión de lo erótico. Centrados en la estimulación de la zona pélvica y seccionando el resto del cuerpo para establecer una sexualidad dirigida al consumo, el cuerpo ha dejado de ser un gran todo de placer. Incluso la industria pornográfica se ha transformado en pequeños videoclips, para consumir únicamente lo que queremos, para mantenernos en el narcisismo, centrados en el yo tiránico.

 

El erotismo se eleva en tanto se retrasa la estimulación genital y se metaforiza el deseo en el cuerpo completo. La sensibilidad erótica empieza a producirse en el abandono de sí mismo para la otredad, nos extendemos en la piel del otro, en su beso y su deseo, nos empoderamos en el cuerpo del otro, y cuando el otro en retaliación a nuestra penetración se abalanza a conocernos, se abalanza para conocerse a sí mismo y nos dejamos abandonados a nuestro placer para que el otro se empodere. Un oleaje de los yo que desdibujan el cuerpo y se sienten perdidos.

Tanta turbación

sólo podía ser la prueba

de un deseo muy grande

 

tan grande

que ni tú misma

podías satisfacer.

(Cristina Peri Rossi)

Sin este encuentro de la sexualidad elevada, del erotismo, no podemos soportar el amor, el cual ya no desdibuja solo nuestros deseos, sino que desdibuja lo que somos.

 

El inicio del amor es un asunto de levedad, aludiendo a Italo Calvino. El amor sustrae todo aquello que nos pesa y nos pone en movimiento, y aunque puede sonar bello, la elevación puede resultar brutal, dolorosa. La elevación es incertidumbre y no tenemos la noción del control que nos da el peso.

 

Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.

"¡María Luisa! ¡María Luisa!"... y a los pocos segundos,

ya me abrazaba con sus piernas de pluma

(Oliverio Girondo)

 

 

Para Italo Calvino estas dos antagonistas no representa un plano moral de bien y mal, sino dos situaciones que se presentan en la vida. Así pues, sustraer peso no es bueno ni malo, sino un acto transformativo, el sujeto cambia al no tener algo que antes existía en él. La levedad despoja en el otro.

 

yo, que soy eterna pues he muerto cien veces, de tedio, de agonía,

y que alargo mis brazos al sol en las mañanas y me arrullo

en las noches y me canto canciones para espantar el miedo,

¿qué haré con esta sombra que comienza a vestirme

y a despojarme sin remordimientos?

(Piedad Bonnett)

 

Sin embargo, así como despoja también viste, así como perdemos cosas al amar también ganamos peso. Queremos quedarnos inmóviles en el amor.

 

tú me serás, dolor,

la prueba de otra vida

en que no me dolías.

La gran prueba, a lo lejos,

de que existió, que existe,

de que me quiso, sí,

de que aún la estoy queriendo

(Pedro Salinas)

 

El amor es un asunto desbordante que ya sea por peso o levedad aturde nuestra existencia. Bueno o malo el amor nos destroza y después de él sigue la imperiosa tarea de reconstruirnos, quienes pretenden volver a ser los mismo sufrirán la herida del amor, quienes intenten entenderse se encontrarán así mismos, porque después de amar nunca seremos los mismo y en eso radica su belleza, nuestros nervios, nuestra piel, nuestra forma de sentir es distinta. El amor no está hecho para la felicidad o el dolor perpetuo. El amor está hecho para la metáfora, para cambiar el mundo que tenemos. Quizás el poeta que mejor lo ha entendido es Vinicius de Moraes:

 

Que pueda yo decirme del amor (que tuve):

Que no sea inmortal, puesto que es llama,

Pero que sea infinito mientras dure.

 

Volviendo a la excusa inicial, la historia de amor de Joel Barish y Clementine Kruczynski, vemos a la sociedad moderna, por un lado, Joel es el sujeto narciso que se enfrasca únicamente en su propio dolor y Clementine es el sujeto de rendimiento, el cual quiere aprovechar a toda costa cada minuto de su tiempo. Pero ambos logran una conexión con la realidad, una conexión con si mismos gracias al otro. Cuando la relación fracasa Clementine, como sujeto de rendimiento, busca la solución más funcional, practica: borrarse los recuerdos y dejar de sufrir automáticamente para poder seguir buscando la felicidad. Sin embargo, la crisis existencial para Clementine persiste, ahora con un hueco en la memoria con el cual puede ser manipulada. Joel, como sujeto narciso, busca vengarse pagando con la misma moneda. En medio del proceso Joel logra la introspección de que perder los recuerdos dolorosos es perder también la otredad que lo conecto con el mundo y con las emociones más bellas. Pero la fuerza pasional del amor no es suficiente para salvar los recuerdos ante el mundo funcional y de rendimiento. La última carta de Joel es entender su vulnerabilidad y salvarse en la ternura, simbolizada en Montauk, donde no hubo un beso, donde no hubo nada, solo la posibilidad de conocer a un otro. La ternura es quizás la sensación más sobria. La única sensación que puede desbordarse y no se siente aterradora. En la ternura desdibujamos el dolor y el placer de nuestra historia, donde cada habitación de nuestra memoria cobra sentido. Descubrir la ternura es quizás el gran propósito del amor.