De pronto todo se detuvo. No
podía mover mis músculos o ver distintos ángulos, ni siquiera se movía mi pelo.
Las ráfagas de viento que levantaban polvo estaban inertes, dejando pequeños
remolinos que parecían vasijas en una mesa de noche. Todo y todos en las calles
estábamos quietos, como un salón de estatuas vivientes. De repente vi un ser
blanco, sin rostro, tatuado con números y pequeñas rayas; tenía brazos y
piernas que parecían manecillas. Caminaba alrededor del jardín humano. Se sentó
cerca de mí.
―Hijo, no te preocupes, es
solo que los dioses también se cansan.
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