domingo, 17 de enero de 2016

Cincuenta Minicuentos, un juego entre letras.

Uno de los proyectos más interesantes al que he pertenecido, hasta el momento, es Cincuenta Minicuentos. Un libro alejado de la necesidad existencialista. Un libro que no busca desmembrar al hombre en un juego filosófico, sino la unificación de este a través de un lenguaje juguetón. Es el goce de compartir entre lectores, escritores y habitantes de sus burbujas. Un cumulo de textos que invitan a sumergirse, no para alcanzar el fondo, sino para disfrutar el puro placer del agua.

Hace un año que este libro fue lanzado y hemos buscado que cumpla su función, pescar ojos para la lectura. Sus hojas buscan ser compañeras de viaje, un susurro en las inmensas colas de banco o en los desesperantes viajes de bus o tren. Una sonrisa antes de partir en los aviones. Un libro turista, un habitante permanente del bolsillo, la cartera, la maleta. Es un libro hiperactivo, que salta de la sonrisa y la burla a la contemplación o la extrañeza. Es un libro de vecindario, un juguete adulto.

Claro que no voy a escribir esto sin dejar un pequeño regalo a quienes no puedan tener el libro. Esta antología está realizada con textos de diversos autores.  Por ello comparto un texto mío y uno de una compañera autora la cual estimo mucho.


  Polinizadores

Los demás  me dicen que soy un amargado, que deje a los animalitos quietos, que es lo normal, que por siglos ha sido así. Pero a mí, me tienen harto. Ya me  han trasquilado las hojas, cagado la corteza  e invadido las raíces. Su constante apareo sobre mis ramas me tiene la savia agria. Yo no soy un hotel de mala muerte. Lo  peor es cuando, abusivamente,  me invaden como inmobiliaria barata, y mi cuerpo se convierte en una casa en la que no puedo decidir. Constantemente tengo que soportar el  chillido de sus polluelos, el zumbido de las  colmenas.  La verdad, si no fuera por estas ganas de reproducirme, no dejaría que se acercaran.


 Obra y omisión
(Luisa Fernanda Pérez Bernal)

Después de las ocho de la noche estaba prohibido mirar hacia la calle o encender alguna luz.  Pero, cuando mi papá se dormía, yo me acercaba a la ventana. Me gustaba ver cómo unos militares peleaban contra otros que también parecían militares. Era como ver televisión.

Una mañana, mi padre preguntó si nosotros lo estábamos desobedeciendo. Mis hermanos y yo lo negamos. Él se puso furioso, aseguró que nosotros mentíamos y nos recordó que esto era un pecado, dijo que cuando una persona lo hacía, el espíritu santo lo abandonaba y quedaba sin protección.

Esa noche, la batalla fue peor. Los militares, entre disparos, se acercaron rápidamente hasta nuestra casa. Cuando todo terminó, nos levantamos, encendimos una vela y buscamos a mis padres. Ellos nunca aparecieron.


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