Uno de los proyectos más interesantes al
que he pertenecido, hasta el momento, es Cincuenta Minicuentos. Un libro
alejado de la necesidad existencialista. Un libro que no busca desmembrar al
hombre en un juego filosófico, sino la unificación de este a través de un
lenguaje juguetón. Es el goce de compartir entre lectores, escritores y
habitantes de sus burbujas. Un cumulo de textos que invitan a sumergirse, no
para alcanzar el fondo, sino para disfrutar el puro placer del agua.
Hace un año que este libro fue lanzado y
hemos buscado que cumpla su función, pescar ojos para la lectura. Sus hojas
buscan ser compañeras de viaje, un susurro en las inmensas colas de banco o en
los desesperantes viajes de bus o tren. Una sonrisa antes de partir en los
aviones. Un libro turista, un habitante permanente del bolsillo, la cartera, la
maleta. Es un libro hiperactivo, que salta de la sonrisa y la burla a la
contemplación o la extrañeza. Es un libro de vecindario, un juguete adulto.
Claro que no voy a escribir esto sin
dejar un pequeño regalo a quienes no puedan tener el libro. Esta antología está
realizada con textos de diversos autores. Por ello comparto un texto mío y uno de una
compañera autora la cual estimo mucho.
Polinizadores
Los demás me dicen que soy un amargado, que deje a los
animalitos quietos, que es lo normal, que por siglos ha sido así. Pero a mí, me
tienen harto. Ya me han trasquilado las
hojas, cagado la corteza e invadido las
raíces. Su constante apareo sobre mis ramas me tiene la savia agria. Yo no soy
un hotel de mala muerte. Lo peor es
cuando, abusivamente, me invaden como
inmobiliaria barata, y mi cuerpo se convierte en una casa en la que no puedo
decidir. Constantemente tengo que soportar el
chillido de sus polluelos, el zumbido de las colmenas.
La verdad, si no fuera por estas ganas de reproducirme, no dejaría que
se acercaran.
Obra
y omisión
(Luisa
Fernanda Pérez Bernal)
Después de las ocho de la noche estaba
prohibido mirar hacia la calle o encender alguna luz. Pero, cuando mi papá se dormía, yo me
acercaba a la ventana. Me gustaba ver cómo unos militares peleaban contra otros
que también parecían militares. Era como ver televisión.
Una mañana, mi padre preguntó si
nosotros lo estábamos desobedeciendo. Mis hermanos y yo lo negamos. Él se puso
furioso, aseguró que nosotros mentíamos y nos recordó que esto era un pecado,
dijo que cuando una persona lo hacía, el espíritu santo lo abandonaba y quedaba
sin protección.
Esa noche, la batalla fue peor. Los
militares, entre disparos, se acercaron rápidamente hasta nuestra casa. Cuando
todo terminó, nos levantamos, encendimos una vela y buscamos a mis padres. Ellos
nunca aparecieron.
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