El despertador siempre sonaba
como si golpearan la ciudad, haciendo que se separan bruscamente las pestañas.
A eso le seguía un olor atornillante a humo, la incomodidad del óxido en los
pies al tocar el piso y el frío que se acuñaba al metal de las paredes. La
calefacción siempre estaba dañada. Cambiaba el filtro del purificador del agua,
aunque eso nunca evitaba el olor a orín y el cloro siempre dejaba un sabor
repugnante; que se amplificaba al recordar la primera vez que robó una botella
de agua. Engulló dos pedazos de comida sabor pan. Tomó su billetera. Echó unos
cuantos papeles al bolsillo. Cerró la puerta del apartamento. No se molestó en
poner la huella digital en la chapa, ni en encender el comando de voz. En ese
edificio roñoso las puertas las abría cualquiera.
Tomó el tren. Al llegar al
trabajo fue desinfectado, le rociaron ambientador y le entregaron la aspiradora.
Entró a la oficina del gerente cuando esta estuvo sola. Vio la botella de agua,
casi vacía, pero esa palabra “casi” se convertía en un premio. La tomó, le
quitó la etiqueta y dio paso a su desesperación. Cuando acabó, una mano,
sutilmente, tocó su espalda. Al girar dos guardias se abalanzaron sobre él. Le
arrancaron la botella. El gerente observaba mientras se limpiaba la mano.
En la patrulla abrió su
billetera y miró las etiquetas de las botellas, las tiró por las rendijas de respiración
del vehículo. Cuando fue tirado a prisión se sentó. Sacó de su bolsillo una
foto roída de su bisabuelo, héroe de la tercera guerra mundial y muerto en la
indigencia. Le pareció entender lo torpe
que había sido ese viejo siglo XXI. Sonrió, no tenía la garganta seca. En esa
celda, en esa jaula, podía proferir lo que quisiera, Nunca es un buen siglo para los pobres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario