Ella se fue con la maleta bien
empacada y sin mucho escándalo. Ya no había que amar, así que no dejó nada en
la casa, por lo menos nada de ella. Él se quedó con los pasillos haciendo eco
con los pasos. Se sintió anonadado. Lloró porque pensó que así era el
protocolo. Empezó a sentir los ojos secos e incómodos. Prefirió dormir. Pasaron
varios días, comía más por rutina que por hambre. Desvelaba la noche y acostaba
el día. Solo el ruido del teléfono volvió a otorgarle el sentido del tiempo.
― Halo, diga.
― ¿Viejo que pasó? Hace días
no ha vuelto al trabajo.
― Nada.
― ¿Verdad que se divorció?
― Ya le dije que no pasó nada.
― En la oficina los jefes ya
le están buscando reemplazo y dicen que lo van a echar.
― No se preocupe. Mejor dígales
que mañana paso mi carta de renuncia.
― ¿Pero por qué? Viejo, dígame
que paso.
― Ya le dije que no pasó nada,
chao.
Se sentó en la computadora.
Escribió la carta. Prendió el celular y vio las llamadas perdidas de la
oficina. Envió por correo electrónico la carta junto con algunos agradecimientos.
Estimó cuánto dinero le quedaría después del divorcio. Buscó calcular la soledad,
pero no pudo. Se quedó catatónico mirando el computador. Rumiando la
incomodidad que sentía en el pecho. Viendo las letras del teclado empezó a
divagar “los símbolos fueron la tecnología que nos ayudaron a transpolar
nuestro pensamiento, entonces, ¿Cuál sería el sistema más adecuado para
traspasar nuestros sentimientos?” Buscó por la web y en bases de datos algunos
postulados científicos y mecanismos de transmisión de emociones. Lo más cercano
que encontró fue el arte. Intentó algunos días escribir poemas y pintar
cuadros, había encontrado algo que lo hacía descansar, pero esto carecía de
rigurosidad metodológica y no plasmaba completamente lo que se quería; además,
el resultado no era predecible. Volvió a la web. Investigó. Empezó a realizar
formulas y diseñar procesos para corregir la falencia. Realizó diversas
simulaciones en la computadora, pero los datos eran inconclusos.
Solo bastaron algunos meses
para que la pesadumbre volviera, para que volviera a sentir los ecos en los
pasillos. Regresó el desgano por los alimentos, la desconexión con el sueño y
la incertidumbre de no saber qué hacer. Se tiró en la cama y se percibió como
un minusválido; y casi como una diosa blanca llegó la idea. El problema nunca
fue transmitir los sentimientos, sino que él era un minusválido, le fallaba una
parte de su cuerpo y había que remplazarla. Empezó por comparar los estudios
sobre el tema con sus datos empíricos. Pese a lo que leía a él no le dolía la
cabeza, su cerebro estaba lucido. Lo que le dolía era esa arritmia triste que
producía el nombre de ella. “Ahora si el músculo cardíaco seguía bombeando
sangre significaba que no todo estaba perdido.” Se encontraba en una
encrucijada: buscar la parte defectuosa o cercenar por completo el corazón y
usar una prótesis. Un golpe en la puerta lo interrumpió.
― Señor, soy el abogado de su
esposa y en vista de que no ha respondido las citaciones vengo a que firme los
papeles.
Agarró las hojas y firmó.
― Tome, y váyase a la mierda.
Cerró la puerta y empezó a
diseñar la prótesis. Pensó en los materiales. Con los metales se exponía a una
intoxicación y su peso podría lastimar los demás órganos, así que prefirió
utilizar algún polímero especial. Llamó para hacer el pedido. Mientras pasaban
los días empezó a organizar la casa. Barrió los pasillos y brilló las mesas.
Rompió los poemas y colgó los cuadros. Botó los recipientes plásticos de comida
y limpió la cocina. Salió al centro y se tomó una gaseosa. Coqueteó con algunas
transeúntes. Volvió a la casa. La soledad era igual de perturbarte, pero solo
había que aguantar poco tiempo. La ansiedad se acumulaba con las horas. El día
que llegaron todos los materiales se sentó a dejar su diseño perfecto. Revisó
cada milímetro, dejó reforzado cada ventrículo y aurícula. Falsifico exámenes,
pruebas y autorizaciones para facilitar la operación.
Los periódicos lo empezaron a
llamar el nuevo milagro de la ingeniería. Gracias a las numerosas entrevistas
en los noticieros, y a la omisión de algunos datos de su historia, empezaron a
llegar cartas de amor que prometían cuidar la prótesis. Al final decidió salir
con sus enamoradas, pero notó un comportamiento repetitivo.
― Vamos a tu casa… me dejas
ver la cicatriz de tu pecho…
Las ropas se caían. Algunas
muy rápidas, otras muy tímidas. El resultado era el mismo. La cama chirriando,
algunos gemidos fingidos, otros muy sinceros. Dormían. Luego ellas se
levantaban. Recorrían la casa pensando en el matrimonio y eligiendo el cuarto
de los niños. Cuando llegaban a los pasillos, la luz del día se estrellaba
contra los cuadros y a ellas la garganta se les atoraba con una soledad que las
dejaba llorando. Anonadadas se largaban de inmediato, las más fuertes volvían a
la habitación para vestirse y despedirse. Las más sensibles partían con su
desnudez. La casa se llenó de cuerpos ausentes.
Él Comenzó a sentir una
incomodidad que no sabía en donde estaba. Algo le faltaba en las manos o mejor
dicho en todo el cuerpo. No había nada que le doliera. Pensó que quizás la
prótesis estaba fallando. Revisó sus cálculos y medidas, pero los números no
los erraba. Los médicos empezaron a evaluarlo. El cuerpo estaba perfecto, no
podía tener mejor salud. De nuevo volvió a dormir el día y despertar la noche.
Todo era repetitivo. Sentía silbar el viento en los pasillos y los ecos en el tejado.
Cuando una mujer lo acompañaba, esperaba la partida, el golpe de la puerta.